Claudio Tolcachir director de Timbre 4
Workshop en la Bienal de Teatro de Venecia
Revista ALIAS, semanal cultural del diario il Manifesto, Italia. publicación 29 de septiembre de 2012
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por Guillermo Jorge Alfonso
BUENOS AIRES – Claudio Tolcachir consagra a un teatro realista que impera en Buenos Aires, y lo evoluciona a tal punto que pareciese llevarlo hacia un realismo mágico. Pero no, es sólo el vértigo causado por una realidad convulsiva que ha formado a una sociedad que es descendiente de la italiana.
Porque las imágenes que dan vida a las obras de este director, pareciesen retratos urbanos que seguramente una parte de esta idiosincrasia preferiría omitir, retratos esquivados por esa dominante euforia patriótica que festeja coléricamente a la primera oportunidad.
Tolcachir desde el 2005 ha escrito y puesto en escena tres obras que aún están en cartel en su teatro Timbre 4, el teatro creado en su casa. Una semi-trilogía que lo ha consagrado como teatrista de culto en la Argentina y que lo ha vuelto un éxito internacional.
La primera obra “La Omisión de la familia Colleman” cuenta la historia de una familia que podría ser posible de encontrar aquí.
Y muestra, con sofisticado grotesco la desintegración absoluta de un núcleo familiar disfuncional, radiografía a un micromundo que circunscribe a una cultura que frecuentemente recurre a la omisión: algo indebido que todos saben que ocurre, pero que nadie hace nada por tener una posición o interés involucrado, esquivando el riesgo de desfavorecerse. Esa indiferencia, amarrada de manos casi eclesiástica entre lo que no es conveniente o correcto señalar en voz alta, es la que al inevitablemente subvertirse, engendra colateralmente a un apetitoso y adictivo grotesco refinado, difícil ya de deshacerse.
“Tercer Cuerpo” (2009) su segunda creación y subtitulada como “la historia de un intento absurdo”, trata de un grupo de personas que trabaja al interior de un bloque apartado y que es el tercer cuerpo de un edificio perteneciente a una entidad, que pareciera que actualmente prescinde de ellos, casi como si los hubiera abandonado en la espera, pero antes habiendo desocupado las oficinas del entorno, dejándolos sin que tengan ya un trabajo muy concreto para realizar.
Estos empleados, a pesar de que conviven muchas horas juntos no saben nada uno del otro, y al mismo tiempo, dan la impresión de habitar allí, como okupas arrojados sobre una maqueta de otra época que ya no les pertenece.
El título provoca una cierta alusión a la mutación de un nuevo organismo, una procreación de un tercer mundo, que apartado, ha estado esperando órdenes que provengan de un cuerpo progénito.
“El Viento en un Violín” (2010) su tercera y última obra, en su retorno al recurso de la familia como núcleo y micro-representación de una sociedad. Pero no es la disgregación.
Al contrario, es la posibilidad de formar a una nueva familia a partir de la aceptación de lo que se es; aludiendo a la imposibilidad del matrimonio igualitario antes que se aprobara en la Argentina dicha ley, en el 2010.
En esta obra, una pareja del mismo sexo se empeña delirantemente en tener un hijo, desencadenando situaciones irreversibles, que son el ADN que constituyen a ese nuevo ser.
“El Viento en un Violín” refiere sobre aquel soplo de vida intangible gestado por fricciones en un espacio volátil y recóndito, sin capaz de verse, casi naciendo desde lo oculto, desde una área inexplorada. La fecundación de un núcleo a partir de la aceptación de lo que se es, de los potenciales y limitaciones que se tienen para crear fusionándose al impulso único de lo que se desea vivir. Como si se compatibilizasen informaciones desconocidas y se construyese una realidad a partir de las naturalezas que hay. Como posibilidad de gestar vida donde se considera que no hubiera, un lugar insospechado, o concebido directamente desde el vacío.
La dirección de Claudio Tolcachir logra recuperar dentro del terreno del realismo, la noción grotowskiana de que el teatro recaiga en la actuación. Son los actores con sus propias herramientas quienes instauran el nuevo espacio y el nuevo tiempo narrativo, a partir de la recreación de sus cuerpos y voces desplazadas dentro de una determinada dimensión imaginaria, casi como la lectura interior del recuerdo, como si algún personaje involucrado hubiera superpuesto rítmicamente sus imágenes, y por un momento, lo hayan vuelto un observante de turno ubicado donde el espectador está, lo que hace que el público continuamente se esté resituando.
Y ese estar en borde que tienen los personajes de este joven director, es lo que provoca una constante fascinación, entre lo que podría ser real y lo que se ha pensado que es una broma… Me estoy refiriendo también afuera de las obras de Tolcachir, para ejemplificar cierta santificación a la burla, e intentar enfatizar que en Buenos Aires, todo es real por más que parezca broma.
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por Fabio Bozzato
VENECIA – Considerado una de las
estrellas del nuevo teatro argentino, Claudio Tolcachir estuvo entre los cinco
maestros elegidos por el director de la Bienal de Teatro de Venecia, el español
Alex Rigola, para llevar a cabo una
semana de workshop con los jóvenes actores que se quedaron en residencia hace
dos años.
Tolcachir ha compartido la experiencia con Luca Ronconi, Declan Donnellan,
Peeping Tom, Neil Labute.
La Bienal está cambiando de piel, y ahora posee más
contornos de un patio donde se desenvuelven búsquedas y prácticas teatrales. Y sobre
esto mismo hablamos con Tolcachir, su workshop titulado: “Personajes
emergentes: construcción en movimiento”.
¿Desde qué
idea desarrollaste tu laboratorio en la Bienal?
Cuando fui invitado para desarrollar esta experiencia, pensé en algo
que pudiese ser útil a los jóvenes actores del taller. Trabajé sobre la
diferencia entre obediencia y elección. Quiero decir, que uno siempre es fiel al
texto, a una interpretación, al director, que es algo natural, parte de nuestro
oficio. Pero otras veces, uno puede generar lo que está haciendo, decidir, y ser
capaz de generar gestos y pensamientos propios. De esta forma, el actor puede
moverse entre la fidelidad y la invención.
Me interesa como se puede transformar la obediencia en una elección. Es decir, quise desarrollar la curiosidad dentro
la escena, la curiosidad con el resto, con sí mismos. Me centré en sus
capacidades de imaginar, de crear.
Para hacer eso
¿trabajaste sobre algún texto?
No, ellos trabajaron desde la pura creación, a partir de la observación
y de sus impulsos, dando vida así a sus personajes. Todos los días insistí
sobre cómo permanecer en ese juego. La idea fue construir un personaje,
habitarlo, no interpretarlo.
Lograr crear un universo interno, una arquitectura de psicología, emociones,
físicalidad. Producir en todos los sentidos, una transformación. Allí estuvo el juego entre
obediencia y elección. En cierto punto, son los mismos personajes quienes
comienzan a tomar decisiones.
¿El grupo
como reaccionó?
Trabajé con 25 jóvenes, que parece bastante. Y tuve suerte, porque me tocó
un grupo muy curioso, muy entregado, se presentaron sin tener claro con lo que
se iba a trabajar, si acaso yo les entregaría escenas o si les daría algún
texto. Esto, porque quise que llegaran en el vacío, porque el vacío es parte
de nuestro trabajo. El pánico que se produce cuando no se sabe que ocurrirá, o que
se hará. Ese vacío, es una posibilidad de elección.
Esta es una
de tus cuerdas creativas...
Y sí, así han nacido mis obras. Un actor funciona de un modo más
original y personal cuando no siente el peso de cumplir con una idea, un
prejuicio del tipo “Romeo es así, o de tal modo”, sino de poder hallar una
esencia, que tiene que ver con el pensamiento, con la manera de relacionarse
con los otros, con lo que se busca del mundo y con lo que da miedo del mundo.
Se
trabajó con la idea de que cada personaje tiene un modo de relacionarse y que
también se vincula a sus fracasos, porque desde el miedo se generan comportamientos
específicos, para protegerse. Y en el workshop, también se buscó esa sensación
de intimidad.
¿Y qué piensas
sobre esta idea de transformar un evento tan institucional, como es la Bienal,
en un festival de laboratorios?
Pienso que ha sido una las experiencias más lindas que he vivido. Por
supuesto que los festivales de teatro se necesitan y son útiles, pero nunca antes
viví el cruce como acá, el intercambio entre actores, y entre profesores. Por otro
lado, aquella energía de estudiar, donde se va abierto a aprender, no se asiste
a un casting o donde te compren una obra.
Es un lugar donde todo el tiempo la gente se intercambiaba impresiones,
experiencias, se apropian también de cosas sentidas en otros laboratorios. Y también
esto pasó conmigo, que me considero en aprendizaje permanente, de descubrir. Y logra
un efecto multiplicador: cada uno regresa a su propia ciudad con un equipaje de
ideas e instrumentos nuevos que puede abrir con otros.
“El Viento en
un Violín” ha concluido tu trilogía...
En verdad no es una trilogía, son las únicas tres obras que escribí... (ríe)
Pero en cierto modo fue como
componer un recorrido, una lectura en particular sobre las relaciones humanas y
afectivas.
Claro, pero no fue pensado como una trilogía. Lo que a mí me interesa del
teatro, por un lado, es la teatralidad, pero también la pregunta: ¿Desde qué
lugar elijo para comunicarme con otro?
Lo que más me interesa del teatro es la posibilidad de hacerme preguntas sobre
el género humano, los comportamientos, las contradicciones de las personas. Por
suerte el teatro me ayuda como espejo, dejándome entre dudas y preguntas.
Cuando escribo o dirijo el texto de otro, sólo lo hago si los personajes me producen
esa extraña mezcla de rechazo y de piedad, de esas dos cosas juntas. Si me dieran
sólo rechazo no conseguiría soportarlo, y si me dieran sólo piedad, no podría,
porque estaría sólo acariciándolos. Me gustan los personajes equivocados y que uno
pueda comprenderlos en su equivocación, aunque no les justifique. En las tres
obras que escribí, mi motor tuvo que ver con la humanidad, con la que hay adentro
de cada uno.
En verdad nunca tuve mucha idea de cómo de improviso se volvió un
suceso (ríe). Esas historias las escribí porque me han conmovido, y porque
también de alguna manera, me incomodaba meterme dentro de ellas.
¿Hay algún
otro matiz de ese lado sombrío de lo humano, que ahora te gustaría investigar,
escribir, poner en escena?
Sí, la obra sobre la cual estoy trabajando ahora tiene que ver con otras
preguntas:
¿Existe un amor absolutamente puro… sin ninguna conveniencia, ni obligación, ni
prejuicio social? que no tenga que ver con la costumbre, sino con la fidelidad ¿Y, qué es esta? no sólo de pareja. Y que también, pasara por la desconexión de la
piedad de uno sobre el otro, o por no dejar que se desarme un mundo donde se siente
cómodo...
No sé cuando esté lista… quizás el año que viene. (ríe)
De la nueva
escena argentina se dice que tu teatro es emocional, y que el teatro de Rafael
Spregelburd es un teatro de idea ¿Crees que sea así?
Sé que en lo que hago es toda mi capacidad de observación y de pasión,
y es lo que me enamora del teatro. Y también me enamora mucho lo que trabaja
Spregelburd, pero sería incapaz de hacerlo, y es lo que hace que se disfrute
del otro.
A mí me interesa lograr que se disuelva el mecanismo, que a alguien le parezca
una historia divertida y que a otro le parezca una historia trágica. Nos ha
pasado mucho durante la función, que la mitad de la platea ríe, y la otra mitad se
enoja porque considera que lo que sucede no tiene nada de gracioso y que es terrible.
A mí ese borde, me interesa mucho; que cada espectador pueda hacer una lectura
con lo que a sí mismo le pasa en relación a lo que está sucediendo en la obra.
Y esta es una
raíz del grotesco latinoamericano.
Absolutamente sí. Porque soy convencido que el trabajo siempre lo
termina el espectador, es el último que decide. Cuando ensayábamos con los actores, sentía que me sucedía lo mismo: reía, y al
mismo tiempo, me sentía mal de estar haciéndolo.